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Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO XVI

ESPAÑA BAJO LOS REINADOS DE SAN FERNANDO Y DE DON JAIME EL CONQUISTADOR

I.

 

Fernando III de Castilla y Jaime I de Aragón: he aquí dos colosales figuras que sobresalen y descuellan simultáneamente en la galería do los grandes hombres y de los grandes príncipes de la edad media española. Conquistadores ambos, la historia designa al uno con este sobrenombre, que ganó con sobrada justicia y merecimiento; el otro se distinguiera también con el dictado de Conquistador si la Iglesia no le hubiera decorado con el de Santo, que eclipsa y oscurece todos los demás títulos de gloria humana. Los tronos de Castilla y de Aragón (si tronos podían llamarse aquellos solios donde los monarcas no tenían nunca tiempo para sentarse), se vieron casi a la vez ocupados por dos príncipes niños, hijos de dos reinas divorciadas de sus esposos. Fernando de Castilla es mañosamente arrancado por una madre astuta y prudente del lado y poder de un padre que había de ser enemigo de la madre y del hijo, y la magnánima esposa de un rey envidioso traspasa generosamente un cetro que le pertenecía a manos de un hijo tierno contra la voluntad de un padre desamorado. Jaime de Aragón, todavía más niño y más tierno, es arrancado de la tutela y poder del enemigo de su padre por reclamación de sus vasallos y por intercesión y mandato del jefe de la cristiandad, para poner en sus manos el pesado cetro de un reino grande, antes que él pudiera saber ni lo que era cetro ni lo que era reinar. Ambos son jurados por sus pueblos en cortes, en Valladolid el uno, en Lérida el otro.

Fernando, mancebo de diez y siete años cuando fue llamado a suceder a otro monarca tan joven como el, y a regir una monarquía agitada por las ambiciones y perturbada por las parcialidades, teniendo que hacer frente a magnates turbulentos, codiciosos y osados, y que contrarrestar la envidia y el enojo y resistir los ataques de un padre, poseedor entonces de un reino más vasto y dilatado que el suyo, comienza a desplegar en su edad juvenil aquella prudencia precoz, aquellas prendas de príncipe que le auguraban gran soberano cuando alcanzara edad más madura; y aplacando al rey de León, sometiendo y escarmentando a los soberbios Laras, previniendo o frustrando las pretensiones y tentativas de otros díscolos e indóciles señores, deshace las maquinaciones, conjura las tormentas, reprime el espíritu de rebelión y vuelve la paz y el sosiego a un reino que encontró conmovido y despedazado. Pero Fernando tenía a su lado un genio benéfico, un ángel tutelar, que le conducía y le guiaba y era su Mentor, en los casos arduos y en las situaciones difíciles. Este Mentor, este ángel, este genio, era una mujer, era una madre, era la reina doña Berenguela, modelo de princesas, tipo de discreción y gloria de Castilla.

Jaime, niño de nueve años cuando salió del estrecho encierro en un castillo para gobernar un vasto reino, pequeño y débil bajel lanzado sin piloto y sin timón en medio de las agitadas olas de un mar tempestuoso, en ocasión en que chocaban más desencadenadamente entre sí todos los elementos y todas las fuerzas del Estado, teniendo que resistir los embites de la prepotente aristocracia aragonesa, más poderosa y más altiva que la castellana, de aquellos parciales soberanos que se denominaban ricos-hombres, nunca tanto como entonces desatentados y pretensiosos, en guerra ellos entre sí y con el monarca, a quien a la vez combaten sus más inmediatos deudos, los príncipes de su misma sangre, el tío y el hermano de su madre; desestimada casi siempre su autoridad, atropellada muchas veces y casi cautiva su persona, soberano sin súbditos en medio de sus vasallos sufriendo los sacudimientos y los vaivenes de todas las borrascas, elevándose a las veces sobre las más encrespadas olas, a las veces pareciendo sumirse y desaparecer como navecilla que flota en agitado piélago; sólo la serenidad imperturbable del joven príncipe, su arrojo personal, su prudencia admirable por lo prematura, pueden sacarle a salvo de tantas y tan violentas oscilaciones: merced a sus eminentes cualidades y a su atinado manejo, el joven Jaime de Aragón va sobreponiéndose a todos los bandos y partidos, aplacando las tormentas y sosegando las turbaciones: los infantes pretendientes a la corona, los indómitos y prepotentes ricos-hombres, los prelados ambiciosos, los arrogantes y bulliciosos caballeros, las ciudades confederadas, todos van rindiendo homenaje y jurando obediencia al legítimo monarca, los rebeldes piden ser admitidos como súbditos leales, el tierno pupilo encerrado en Monzón se ha elevado por su propio valor a soberano poderoso, y el pobre bajel lanzado sin piloto y sin timón en medio de las agitadas olas de un mar tempestuoso aparece al cabo de catorce años de procelosas borrascas como un gran navío que se enseñorea de un mar sereno, y en aptitud de surcar majestuoso las aguas y navegar a apartadas regiones.

Tan pronto como los dos jóvenes monarcas restablecen la paz interior en sus reinos, uno y otro determinan emplear su brazo y su espada contra los infieles El castellano dirige sus miras y encamina sus huestes al Mediodía: es el camino que le ha señalado y que le franqueó su abuelo Alfonso el de las Navas. El aragonés, dueño de una potencia marítima, prepara una flota y ejecuta una expedición naval a las islas de Levante: es el derrotero que le dejó trazado su ilustre antecesor Ramón Berenguer III de Barcelona. Mallorca, la capital de las Baleares, el abrigo de los piratas sarracenos, el terror de las naciones cristianas del Mediterráneo, cae en poder del primer Jaime de Aragón, las banderas catalanas ondean en lo alto de la Almudena, y las aguas de Italia y de España no se verán ya infestadas de corsarios musulmanes Córdoba, la antigua corte de los califas, la capital del imperio muslímico de Occidente, la rival de Damasco y la deliciosa mansión de los poderosos Beni-Omeyas, se rinde a las armas del tercer Fernando de Castilla, el estandarte de la fe tremola en los alminares de la grande Aljama, y los sacerdotes de Cristo entonan himnos sagrados en aquel mismo templo en que más de cinco siglos hacía no se habían cantado sino versos del Corán; Menorca se entrega al soberano de Aragón y conquistador de Mallorca, y Jaén se pone bajo el dominio del monarca de Castilla y conquistador de Córdoba. Un prelado catalán, el arzobispo de Tarragona, emprende de su cuenta y con hueste propia la conquista de Ibiza: un prelado castellano, el arzobispo de Toledo, acomete con soldados suyos y guía como capitán la conquista de Quesada: ambos metropolitanos llevan a feliz término sus empresas, y ambos monarcas les han cedido anticipadamente el dominio de las posesiones que iban a ganar. Obispos catalanes y aragoneses han acompañado a don Jaime a la conquista de las Baleares, acaudillando huestes a su costa levantadas y sostenidas; obispos castellanos y leoneses acompañan a don Fernando en la campaña de Andalucía, capitaneando las banderas de sus iglesias y lugares; los poderes temporales y espirituales, el imperio y el sacerdocio, los cetros y los cayados, las coronas y las mitras se ayudaban mutuamente; los príncipes se hacían obispos, los prelados se ceñían la espada, y guerreaban todos: la causa era de independencia y de religión; la reconquista era cristiana y nacional.

Dueño el uno de Mallorca y de Menorca, el otro de Córdoba y de Jaén, don Jaime vuelve al centro de sus Estados, y después de haber hecho provechoso alarde de su poder marítimo con la conquista de las islas, demuestra al mundo que si pujante se había presentado en la mar, no lo era menos por tierra, y acomete la conquista de Valencia: don Fernando resuelve proseguir su triunfal campaña hasta apoderarse de Sevilla, y hace ver que si Castilla había sido hasta entonces poderosa solamente por tierra, pronto lo sería también en las aguas; que si Cataluña tenía ya un Raimundo de Plegamáns y un Pedro Martel, diestros marinos y consumados pilotos que supiesen dirigir empresas navales, Castilla tenía también un Ramón Bonifaz que merecía el título de primer almirante, y aparece como por encanto formada una respetable escuadra castellana en las aguas del Guadalquivir. El aragonés prepara el cerco de Valencia con la toma de Burriana y del Puig, donde él y sus ricos-hombres intimidan a los moros valencianos con sus proezas: el castellano infunde pavor a los de Sevilla mostrándoles a su aproximación la docilidad con que rinde Cantillana y Alcalá. Auxilia al aragonés el rey moro Ceid Abu Zeyd, emir destronado de Valencia, con quien había hecho pactos de alianza y amistad: ayuda al castellano el rey moro Ben Alhamar de Granada, con quien había celebrado amigables tratos y convenios. Peñíscola y otras fortalezas se ponen espontáneamente en manos del rey de Aragón: Carmona y otras plazas envían su sumisión al monarca de Castilla. Estrechado ya por don Jaime y los aragoneses el cerco de Valencia, apretado el de Sevilla por don Fernando y los castellanos, después de mil trabajos y de mil hazañas, sufridos aquéllos y ejecutadas éstas por los valerosos monarcas y sus intrépidos capitanes, con diferencia y en el espacio de pocos años Valencia, la reina del Guadalaviar, se rinde a don Jaime I de Aragón; Sevilla, la reina del Guadalquivir, se entrega a don Fernando III de Castilla, y al mediar el siglo XIII Jaime de Aragón y de Cataluña completa la conquista del reino de Valencia, el jardín de la España Oriental; y Fernando de Castilla y de León acaba de someter todo el reino de Sevilla, el vergel de la España Meridional.

Millares de familias mahometanas plagan los campos, las sierras, las veredas y caminos que conducen desde el Júcar y el Turia, desde el Betis y el Guadalete, desde las costas de Cádiz y de Sanlúcar, de Almería y de Alicante, hasta la vega que riegan las corrientes del Darro y del Genil, llevando consigo su riqueza mobiliaria, tristes y llorosos los semblantes, volviendo a cada paso los rostros hacia aquellas ciudades en que sus padres vivieron y murieron, en que ellos nacieron y vivieron también; hacia aquellas hermosas y feraces huertas que ellos cultivaron; hacia aquellas regaladas campiñas que no volverán a ver. Son los moros que habitaban en Valencia y Andalucía, que vencidos por las espadas de Jaime y de Fernando y no queriendo vivir bajo la ley de Cristo, van a refugiarse en Granada, último asilo de los musulmanes españoles, al modo que cinco siglos y medio antes se habían refugiado los cristianos en Asturias, última trinchera que quedaba a los defensores de la fe. Al propio tiempo millares de familias cristianas, marchando ahora en sentido inverso, abandonan sus antiguas viviendas de Galicia y de Castilla, de Cataluña y de Aragón; los caminos se ven inundados de viajeros, que dejando espontáneamente las moradas de sus padres, marchan con risueños rostros hacia las amenas márgenes del Turia y del Guadalquivir. Estos cristianos son los nuevos pobladores de Valencia y de Sevilla, que atraídos de la feracidad y riqueza de su suelo y de las franquicias otorgadas por los reyes conquistadores, van a hacerse allí una nueva patria. Toda la población cristiana y sarracena de España está en movimiento. Granada rebosa de musulmanes, y muchas comarcas del interior quedan yermas de cristianos.

Los dos monarcas conquistadores, Jaime y Fernando, son legisladores también. Después de otorgar fueros a las ciudades y villas que iban conquistando, y de dar heredamientos y franquicias a los que habían ayudado a rescatarlas, el aragonés hace ordenar en las cortes de Huesca la antigua y dispersa jurisprudencia del país, y bajo su influjo y mandato se forma una compilación de leyes en que se refunde toda la legislación de los anteriores tiempos, y que todavía se adicionó más adelante por el mismo monarca en otras cortes reunidas en Egea. El castellano, después de la confirmación del fuero de Toledo, y en el que algunos años después dio a la ciudad de Córdoba, declara ley para unos y otros moradores el Código de los visigodos, que por primera vez hace traducir del idioma latino al castellano o vulgar. «Establezco y mando, dijo el rey, que el Libro de los Jueces que he enviado a Córdoba se traslade a la lengua vulgar; y se llame Fuero de Córdoba y nadie sea osado a nombrarle de otro modo, y mando y ordeno que todo morador y poblador en los heredamientos que yo diere en el término de Córdoba a los arzobispos y obispos, y a las órdenes, y a los ricos-hombres, y a los clérigos, venga al juicio y al Fuero de Córdoba». Fernando, con el deseo de administrar justicia y de acertar en el fallo de los pleitos de sus súbditos, llama a su corte a doce letrados, escogidos entre los más sabios que en el reino había, y rodeándose de ellos y haciéndolos su consejo, echa los cimientos de la institución, que más adelante, con otras facultades y atribuciones, había de conocerse con el nombre de Consejo Real de Castilla.

Deseando el castellano como el aragonés dar unidad y concierto á la legislación de su reino, y formar de los fueros generales y municipales un solo código o cuerpo de leyes para toda la monarquía, emprende y comienza con su hijo el infante don Alfonso (que después había de reinar con el sobrenombre de el Sabio) la formación de un código que se llamó Setenario. La muerte le atajó en su proyecto, pero la idea y el pensamiento fructificó, y la obra comenzada por el padre verémosla acabada por el hijo en el célebre cuerpo de leyes conocido por las Siete Partidas. Así los dos esclarecidos monarcas Jaime y Fernando conquistan y organizan, ensanchan sus reinos en lo material, y les dan unidad política y civil.

No ha faltado ya quien encuentre puntos de analogía entre San Fernando de España y San Luis de Francia su coetáneo, pero no los señalan todos. Si San Luis fue «el hombre modelo de la edad media,» como le llama uno de los más ilustres escritores de su nación, porque «en su persona se ve un legislador, un héroe y un santo» nadie niega a San Fernando ni lo de santo, ni lo de héroe, ni lo de legislador. Si San Luis combatía en el puente de Taillebourg y en la Massoure; si daba cuenta de los libros de una biblioteca a quien iba á preguntarle; si daba audiencias públicas y fallaba los pleitos bajo el haya de Vincennes sin ujieres ni guardias; si resistía a las usurpaciones de la corte de Roma; si organizaba un código con el nombre de Instituciones, y los príncipes extranjeros le elegían por arbitro suyo; San Fernando combatía en Córdoba, en Jaén, en Sevilla, y en otros cien lugares; fundaba una universidad literaria en Salamanca; erigía la gran basílica de Toledo; recorría el reino para administrar por sí mismo la justicia; en cada villa y en cada ciudad abría audiencia y fallaba los litigios y querellas de sus súbditos auxiliado de su Consejo de sabios; defendía con celo las regalías de la corona contra las pretensiones de dominación temporal de los papas; asistía a la mesa a doce pobres; elegíanle príncipes extranjeros por mediador de sus diferencias; expulsaba a los mahometanos con la espada; reprimía con el castigo la herejía, y redactaba códigos de leyes. Si Luis IX de Francia ostentó el poder unido a la santidad, Fernando III de Castilla unió en su persona la más reconocida santidad con la mayor suma de poder que entonces podía alcanzarse. La Iglesia colocó muy justamente al rey de Francia en el catálogo de los santos: pero antes que la Iglesia canonizara al rey de Castilla, proclamábale santo la voz unánime de su pueblo: santo se le apellidaba en los epitafios, en los documentos públicos y en las historias, y la Iglesia no hizo sino dar solemne y legal sanción al convencimiento universal que por espacio de siglos se había conservado en toda España. Juzgúese cuál de los dos santos y de los dos reyes puede ser presentado con más títulos como «el hombre modelo de la edad media»

Sentimos tener que sincerar a tan gran rey y a tan gran santo de un cargo que sin querer le hacen sus historiadores y sus mayores panegiristas, y que a fuerza de quererla encomiar parece haberse propuesto afear con un lunar la pureza de sus grandes virtudes. Elogian su celo religioso en la severidad de los castigos que empleaba contra los enemigos de la fe. Dicen que los sellaba con fuego en el rostro, o los hacía cocer en calderas, o llevaba por su mano la leña para quemar a los herejes y la aplicaba por sí mismo al brasero para que el fuego los redujese a cenizas, lo cual sirvió más adelante de ejemplo a los reyes de España sus sucesores en los tiempos de los autos de fe. Nosotros, que lamentamos el triste estado de la sociedad en que se ejecutaban tan horribles suplicios, suplicios que los historiadores españoles de los pasados siglos celebran y aplauden, no podemos hacer por ello una inculpación á San Fernando, cuyo carácter benéfico, compasivo, bondadoso y humano estaba lejos de propender a la crueldad. Culpa era de la rudeza de los tiempos y de la condición social en que entonces la España, como casi todo el mundo, se hallaba. Era horroroso el sistema penal de aquellos tiempos. A las terribles penas de ceguera y decalvación del código de los visigodos habían sustituido otras no menos severas y crueles, que sin embargo no alcanzaban a reprimir los crímenes y desafueros que se cometían. El padre de San Fernando creyó necesario discurrir castigos atroces contra los ladrones y perturbadores de la paz pública, y mandaba arrojarlos de las torres, desollarlos, quemarlos, o cocerlos en calderas. Puesta ya en práctica esta pena, y considerándose como se consideraban los delitos contra la fe como los más graves que podían cometerse, es de lamentar, pero no de maravillar, que el santo rey se acomodara a las rudas y horribles prácticas penales que halló establecidas, y que mucho antes que Alfonso IX de León y Fernando III de Castilla habían ejecutado los monarcas de otros reinos. San Luis de Francia hacía cortar la lengua a los maldicientes y blasfemos. En la guerra contra los albigenses, si el conde de Tolosa sacaba los ojos a los prisioneros, y los mutilaba de pies y manos, y los enviaba así al general del monarca católico, este quemaba a fuego lento los herejes que caían en su poder. ¡Desdichados tiempos aquellos en que para mantener la justicia o la fe se creía indispensable sacrificar tan horriblemente a los hombres!

Si como santo hallamos tantos puntos de semejanza entre San Fernando y San Luis, como conquistador y como guerrero no faltan analogías entre Fernando y Almanzor. El rey de Castilla, como el regente de Córdoba, emprendió una serie de invasiones periódicas y de campañas anuales en tierras enemigas, en que nunca dejó de ganar, o laureles para sí o ciudades y fortalezas para su reino Como Almanzor, ganaba batallas y fundaba academias, combatía en los campos y asaltaba las plazas fuertes, y protegía y honraba a los hombres doctos, conquistaba ciudades y daba heredamientos a los letrados. Si Almanzor redujo a los cristianos a los riscos de Asturias, Fernando estrechó a los moros en el recinto de Granada; y si Almanzor hizo trasladar a Córdoba en hombros de cautivos cristianos las campanas de la catedral de Compostela, Fernando hizo devolver a Compostela las campanas de Córdoba en hombros de cautivos musulmanes. Almanzor venció más veces y conquistó más, pero murió vencido y se perdió casi todo lo conquistado: Fernando venció menos veces y conquistó menos, pero murió invicto, y los cristianos conservaron perpetuamente sus conquistas.

Jaime de Aragón, guerrero y conquistador como don Fernando de Castilla, legislador como él, y como él amante de las letras y de los sabios, escritor e historiador él mismo, devoto y piadoso como él, fundador de templos, de que dicen erigió o reedificó durante su reinado hasta el número de dos mil, duro y severo en el castigo de los herejes valdenses, como en el de los albigenses Fernando, protectores de las órdenes religiosas que entonces comenzaron a nacer, representantes del espíritu y del sentimiento religioso de su época, humildes los dos como cristianos, pero animosos con la confianza de quien fía el éxito de sus empresas a Dios en la fe de que no les ha de faltar, el monarca aragonés no se cuenta sin embargo en el número de los santos, y es que como hombre no acertó a resistir como el de Castilla a las pasiones y flaquezas de la humanidad, según en el discurso de su largo reinado habremos todavía de ver.

Mas si el aragonés no igualó al castellano en virtud y en santidad, tal vez le excedió en intrepidez y en heroísmo. Fernando por lo menos obraba como un soberano a quien todos obedecían; pedía consejo, pero todos acataban su dictamen y ejecutaban sin replicar sus resoluciones: Jaime se veía a cada paso contrariado por una orgullosa aristocracia que se consideraba más poderosa que él: en los consejos solía tener contra sí a todos los prelados y ricos-hombres, y en la ejecución le dejaban muchas veces entregado a sí mismo, y sin embargo no desmayó jamás. Fernando sólo necesitó ser gran monarca y capitán valeroso: Jaime necesitó además ser el más previsor en los designios, el más avisado en el consejo y el más resuelto y perseverante en la ejecución: necesitó tener más tesón que todos los aragoneses, y ser el navegante más imperturbable y osado y el soldado más intrépido y animoso de Aragón y Cataluña.

II

Bajo tan brillantes reinados no podía la España dejar de experimentar variaciones y mejoras sensibles en su condición social. La conquista de Toledo marcó para nosotros el tránsito de la infancia y juventud de la edad media española a su virilidad; la de Sevilla señálala transición de la virilidad a la madurez. La sociedad española se ha ido robusteciendo y organizando. Aunque fraccionada todavía, ha dado grandes pasos hacia la unidad material y hacia la unidad política. Multitud de pequeños reinos musulmanes han desaparecido; las dominaciones de las tres grandes razas mahometanas, Ommiadas, Almorávides y Almohades, han dejado de existir, y sólo se mantiene en un rincón de la Península un pequeño, aunque vigoroso reino muslímico, retoño que ha brotado con cierta lozanía de entre las viejas raíces de los troncos de los tres grandes imperios, que han sucumbido a la fuerza del sentimiento religioso y del ardor patriótico de los españoles y a los golpes de la espada manejada por su incansable brazo. Subsistirán Granada y Navarra, reino musulmán la una, Estado cristiano la otra, hasta que suene la hora del complemento de la reconquista, y de la unidad. Pero ya se marcan y dibujan de un modo palpable los límites de las dos grandes porciones del territorio español destinadas a absorber las otras para refundirse después ellas mismas. Los monarcas aragoneses ciñen ya la triple corona de Cataluña, Aragón y Valencia para no perderla nunca; y uno solo es el soberano de Galicia, de León, de Castilla, de Toledo, de Córdoba, de Murcia, de Jaén y de Sevilla, para no dejar ya nunca de serlo. El drama que se inauguró en Covadonga, y cuyas principales escenas hemos visto ejecutarse en Calatañazor, en Toledo y en las Navas de Tolosa, se desarrolla completamente en Valencia y en Sevilla, y anuncia ya cuál habrá de ser su desenlace, que no por eso dejará de interesar. España va cumpliendo la especial misión a que la destinó la Providencia con relación a la vida universal de la humanidad.

En cada uno de estos grandes reinos se ha fijado un idioma vulgar que ha reemplazado al latín, y que revela el diverso origen de ambos pueblos. Don Jaime de Aragón escribe en lemosín los hechos de su vida y la historia de su reinado: don Fernando de Castilla hace romancear los fueros de Burgos y de varios otros pueblos de sus dominios; manda verter al castellano el código de los godos, y él mismo otorga sus cartas y privilegios en lengua vulgar, mostrando con el ejemplo y con el mandato que era ya tiempo de que los documentos oficiales se escribieran en el lenguaje mismo que hablaba el pueblo.

A pesar de la creación de aquella célebre universidad que tanto honra al rey Santo, de la protección que dispensaba a la juventud estudiosa, y de la predilección que le merecían las letras y los letrados, el estado de la jurisprudencia y de la ciencia política no era tan aventajado y brillante como a primera vista parece pudiera inferirse del nombre pomposo de Sabios que se dio a los que formaban aquella junta que constituía el consejo del rey. La obra que á instancias del monarca compusieron aquellos Doce sabios con el título de: Libro de la Nobleza y Lealtad, se reduce a definiciones parafraseadas, ampulosas y de mal gusto que cada sabio hacía de algunas virtudes y de algunos vicios, y a consejos y máximas de moralidad y buen gobierno que daban al rey sobre cómo debía conducirse en la paz y en la guerra, máximas ciertamente saludables y consejos muy sanos, pero que no pasaban de generalidades que hoy alcanza el hombre menos versado en los preceptos de la moral y en la ciencia del gobierno. Era no obstante un adelanto respecto a los anteriores tiempos; y aquella universidad, y aquellas traducciones al castellano, y aquella junta de letrados y doctos, y aquella protección a las ciencias, y el pensamiento y comienzo del código de las Partidas, eran el anuncio y la preparación de otro reinado en que aquellos elementos habían de desenvolverse ya anchurosamente. Sin embargo, dos importantes ramos del saber humano, la jurisprudencia y la historia, tuvieron en Aragón y en Castilla, en los reinados de Jaime y Fernando, dignos intérpretes y eminentes barones; y los nombres del ilustre jurisconsulto aragonés, Vidal de Canellas, obispo de Huesca, y de los clarísimos historiadores de Castilla los prelados Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Toledo, constituyen una de las glorias de la época y de aquellos reinados.

Del origen de la poesía castellana y del estado de este género de literatura en el principio del siglo XIII hablamos ya en el capítulo XIII de este libro. En Cataluña la poesía provenzal había hecho ya grandes progresos en este tiempo, puesto que la corte de los condes de Barcelona, desde que siendo señores de Provenza llevaron con su lengua nativa a dicho país el gusto de la poesía vulgar, fue el asilo de los talentos poéticos en los siglos XII y XIII. Los sucesores de aquellos condes, reyes ya de Aragón, continuaron protegiendo aquel género de literatura, y no se desdeñaron algunos de ellos de competir con los trovadores, de que estos mismos hacen honorífica mención en sus cantares. Un poeta de Narbona, Gerardo Riquier, en una de las trovas ó coplas amorosas de estribillo que componía a mediados del siglo XIII, habla de Cataluña como del asilo del amor, del mérito, del ingenio, agudeza, cortesanía, etc. Tuvieron, pues, los príncipes barceloneses la gloria de haber sido favorecedores y promovedores de la literatura provenzal, que pasó después a Sicilia, y más adelante a Nápoles, de aquella poesía en que el emperador Federico I, queriendo imitar a los trovadores provenzales, compuso el célebre madrigal que nos trasmitió Nostradamus:

 

de Francia me agradan los caballeros;

de Cataluña las mujeres;

de Génova las manufacturas;

de Castilla la corte;

de Provenza los cantares; de

Trevisa las danzas;

de Aragón los cuerpos;

de mis queridas Juliana:

las manos y rostros de Inglaterra:

y de Toscana la juventud.

 

Si la industria y las artes no habían hecho unos grandes adelantos, que tampoco eran de esperar en un pueblo cuyos brazos estaban de continuo ocupados con las armas, con todo, desde Alfonso VI hasta San Fernando, desde la toma de Toledo hasta la de Sevilla, no sólo se dedicaban ya muchos ciudadanos al ejercicio de las artes y oficios mecánicos, sino que a la mitad del siglo XIII hallamos ya a los menestrales formando congregaciones reglamentadas con el título de gremios o cofradías. «Aunque no se ha encontrado todavía, dice el ilustrado Capmany, memoria alguna que nos ilumine y guíe para buscar la época fija de la institución de los gremios de artesanos en Barcelona, pero según todas las conjeturas que nos suministran los más antiguos monumentos, es muy verosímil que la erección o formación política de los de menestrales se efectuó en tiempo de don Jaime I, en cuyo glorioso reinado se fomentaron, al paso que el comercio y la navegación se animaban con las expediciones ultramarinas de las armas aragonesas»

En Castilla se hace ya mención en la misma época de la cofradía de tejedores formada en Soria con acuerdo del consejo de la ciudad. Pero nada da mejor idea de la existencia y organización gremial de los artesanos en el reinado de San Fernando que la descripción que nos hace su crónica de la forma que dio a su campamento en el sitio de Sevilla. «Tenía (dice) el rey don Fernando su real asentado sobre Sevilla, que parecía una populosa ciudad, muy bien ordenado y puesto en todo concierto: había en él calles y plazas. Había calles de cada oficio por sí: calle de traperos, calle de cambiadores, calle de especieros, calle de boticarios y de freneros: plaza de los carniceros, plaza del pescado, y así de todos los oficios cuantos en el mundo pueden ser: de cada uno de ellos había su calle de por sí etc.» Era no obstante la industria, como no podía menos de ser, todavía grosera, y limitábanse las artes y oficios, fuera del de la construcción de armas, en que se había adelantado mucho, a los objetos y artefactos de primera necesidad, que no permitía otra cosa la intranquilidad en que hasta entonces se había vivido.

El comercio en las provincias del interior tenía que ser limitado y escaso, y sujeto a las restricciones y privilegios propios del espíritu de la época; y así lo demuestran también los mismos fueros municipales, llenos de trabas impuestas a los vendedores y compradores. Masías poblaciones litorales del reino mismo de Castilla debían ya conocer el comercio marítimo, a juzgar por la presteza con que el primer almirante don Ramón Bonifaz ejecutó la construcción de las naves y el aparejo de la escuadra que sirvió para la conquista de Sevilla. Fue no obstante la posesión de esta ciudad la que abrió el comercio exterior a los castellanos o por lo menos le impulsó eficazmente, puesto que era Sevilla para los moros el punto a que confluían las naves y mercaderías de todo el mundo.

Cataluña, así por su posición como por el genio mercantil de sus habitantes, era la que de más antiguo conocía y ejercía el tráfico marítimo, según en otra parte hemos demostrado ya. Pero en el reinado de don Jaime fue cuando se desarrolló en mayor escala y recibió una organización de que hasta entonces había carecido. Las cédulas y reglamentos de aquel monarca sobre los buques nacionales y extranjeros, sobre la demarcación de la ribera del mar, sus ordenanzas de los prohombres del puerto, el establecimiento de cónsules en las escalas ultramarinas y otras semejantes providencias, son un notorio testimonio de la actividad de la contratación, y del impulso y desarrollo que alcanzaron en aquel tiempo la navegación y el comercio marítimo de aquella provincia industriosa y mercantil.

El ensanche del territorio debido a las conquistas, la mayor seguridad que en muchos países gozaban los cristianos, las franquicias forales, el mejoramiento de condición en la clase de los colonos, la exención de varios impuestos y prestaciones, la traslación de muchos vasallos de señorío a las villas y lugares de realengo, las leyes restrictivas de la acumulación de propiedad en la nobleza y en el clero, todas fueron causas que concurrieron a alentar a los españoles al ejercicio y cultivo de la agricultura y de la ganadería; y si bien el estado todavía casi continuo de guerra era un obstáculo permanente para el desarrollo de la riqueza agrícola y pecuaria, sin embargo no había dejado de prosperar en los tiempos de San Fernando. Las conquistas de Córdoba, Valencia y Sevilla, el ejemplo que a los nuevos pobladores cristianos ofreció la vista de aquellas fértiles, abundosas y bien cultivadas vegas, el admirable sistema de riego y aprovechamiento de aguas que los árabes les dejaron trazado en aquellos campos, y cuyo uso y empleo pudieron aprender de boca de los mismos cultivadores musulmanes por el mayor contacto y comunicación que tuvieron ya con ellos, pusieron a la población agrícola española en ocasión y aptitud de extender sus conocimientos, de mejorar los trabajos y de aumentar las producciones de la tierra, de que veremos si se aprovechó todo lo que debió y pudo en los tiempos sucesivos.

Lo que no puede dejar de causarnos admiración y asombro, mezclado, si se quiere, con orgullo cristiano, es el recuerdo de esas grandes creaciones artísticas de la España cristiana de los siglos XII y XIII, de esos grandiosos, magníficos y esbeltos templos góticos; de esas soberbias catedrales de León, Burgos, Toledo y Barcelona, de tan bellas y elegantes proporciones, tan ricas de delicados adornos, erigidas en unos tiempos en que las ciencias y las artes yacían aún en tan lamentable atraso. Si la arquitectura, a que se debió la ejecución de tan sublimes concepciones del genio humano, no pereció con la invasión sarracena como las demás artes, antes bien progresó y se perfeccionó hasta el punto de producir esos admirables monumentos, efecto debió ser de la inspiración religiosa, hija de la devoción y piedad siempre viva de los españoles, y de la práctica constante en la erección de templos y monasterios, en lo cual y en la guerra se gastaba toda la vitalidad del pueblo español.

La catedral de León es del último tercio del siglo XII: las de Burgos, Toledo y Barcelona, como igualmente la de Palma de Mallorca, todas son de la primera mitad del siglo XIII y de los reinados de San Fernando y de don Jaime I.

Todos estos templos pertenecen a la arquitectura impropiamente denominada gótica, importada de Oriente a Europa por los cruzados. Schwinburne establece las siguientes diferencias entre los edificios y templos góticos de los cristianos y los edificios y templos de los árabes. «Los arcos góticos son apuntados, los árabes circulares: las torres de las iglesias góticas son rectas y terminan en punta: las mezquitas rematan en bola, y arrancan acá y allá minaretes con remates también redondos: los muros árabes están decorados de mosaicos y de estuco, lo cual no se halla en ninguna iglesia gótica antigua: las columnas góticas están unidas formando grupos y sosteniendo un cornisamento muy bajo, de donde se levantan los arcos, ó bien estos últimos arrancan inmediatamente de los capiteles de las columnas: las árabes están aisladas; y si para sostener una parte pesada del edificio se coloca muchas veces unas al lado de otras, no se tocan jamás. Las iglesias góticas son sumamente ligeras, sus ventanas largas y prolongadas, con vidrieras de colores, que dan paso a una luz suave y templada: en las mezquitas árabes el techo es en su mayor parte bajo, las ventanas de mediano grandor, y cubiertas muchas veces de esculturas, de forma que se recibe por ellas menor luz que por la cúpula y por las puertas abiertas: las puertas de los templos góticos avanzan profundamente hacia el interior: los muros ó paredes laterales están guarnecidas de estatuas, de columnas, de nichos y otros ornamentos: las de las mezquitas y otros edificios árabes son lisas... etc.»

III.

Nacen también en estos reinados y antes de mediar el siglo XIII, nuevos institutos y congregaciones religiosas, bajo una regla que no es la del monaquismo y bajo una organización que no es la de las órdenes militares de caballería. Es el espíritu religioso que se desarrolla bajo una nueva forma, destinada a influir no tardando y a imprimir nueva fisonomía al sentimiento religioso de los españoles. A la austeridad monástica de San Benito y del Císter, a la actividad bélica de los caballeros del Templo, del Hospital, de Santiago y de Calatrava, a la peregrinación armada de los cruzados, se agrega la creación de otras corporaciones y comunidades que hacen profesión de pobreza y de humildad. No se creyó bastante combatir con las armas a los infieles en España y en la Palestina; y túvose por necesario predicar sin descanso contra los herejes y trabajar por la redención de los cautivos cristianos que gemían en poder de sarracenos. El español Santo Domingo de Guzmán, el incansable misionero y el predicador fervoroso contra la herejía de los albigenses de Francia, instituye la orden de predicadores para la conversión de herejes y persecución y extirpación de la herejía, y pronto se establecen conventos de padres dominicos en Francia, en España y en Portugal. San Pedro Nolasco, de Languedoc, funda una orden religiosa para que trabaje en rescatar cristianos del cautiverio de los infieles, y no tardan en levantarse conventos y congregarse comunidades en Aragón y Castilla con el nombre de hermanos o frailes de Nuestra Señora de la Merced, ostentando el hábito blanco con el escudo de las antiguas armas de los condes de Barcelona, y con la cruz de plata en campo rojo, insignia de la iglesia de Barcelona, en que el fundador instituyó su orden en presencia del rey de Aragón. Al propio tiempo el hijo de un mercader de Umbría llamado Francisco de Asís, lleno de fervor religioso y de caridad y desprendimiento evangélico, renunciando a las riquezas de la tierra, arrojando, para no poseer nada, hasta sus zapatos, su báculo y su morral, vistiendo una túnica de paño burdo con una tosca cuerda por ceñidor, haciendo una vida austera, penitente y de privaciones, se rodeaba de discípulos y prosélitos, é instituía otra orden religiosa con el título humilde de hermanos o frailes menores, fundada en la observancia do los consejos evangélicos, prohibiendo poseer cosa alguna como propia, y viviendo de la limosna y de la mendicidad.

Los papas Inocencio, Honorio y Gregorio expiden sus bulas de aprobación y confirmación de estas reglas ó institutos; protégenlos en Aragón don Jaime, en Castilla San Fernando; y Aragón y Castilla, como Navarra y Portugal, ven erigirse en su suelo conventos y comunidades de dominicos, de mercenarios y de franciscanos mendicantes. Sintióse muy inmediatamente la influencia de algunas de estas nuevas milicias espirituales, llamadas a ejercerla mayor en España con el trascurso de los tiempos.

Creada y establecida la Inquisición en Francia por el papa Inocencio III, según en otro lugar expusimos, organizada y reglamentada en el pontificado de Gregorio IX y en el reinado de San Luis, siendo este pontífice amigo y protector de Santo Domingo y de su instituto de predicadores, existiendo ya en España comunidades de dominicos, y habiéndose infiltrado en Cataluña y otros dominios del monarca de Aragón la doctrina herética de los albigenses, dirigió aquel pontífice un breve (1232) al arzobispo Aspargo de Tarragona, mandándole que para evitar la propagación de la herejía inquiriese contra los fautores, defensores u ocultadores de los herejes, valiéndose para ello de los obispos, y de los frailes predicadores y otros varones idóneos, procediendo con arreglo a su bula de 1231. El arzobispo envió la bula al prelado de Lérida, que la puso inmediatamente en ejecución. Y como el papa viese que los religiosos dominicanos eran fieles y activos ejecutores de las ideas y de las disposiciones pontificias en lo de inquirir los herejes y castigar la herética pravedad, encomendóles muy en particular la ejecución de su bula, y fueron sus auxiliares de más confianza. En 1235 envió al sucesor de Aspargo en Tarragona una instrucción de inquisidores escrita por San Raimundo de Peñafort, su penitenciario, y religioso dominico español, mandándole se arreglase a ella: y en 1242 en un concilio provincial de Tarragona se acordó y proveyó el orden de proceder los inquisidores contra los herejes en causas de fe, y las penitencias canónicas que se habían de imponer a los reconciliados. Tal fue el principio del establecimiento de la antigua inquisición en Cataluña, institución que siguió fomentando el papa Inocencio IV y los pontífices que le sucedieron, y cuya marcha, alteraciones y vicisitudes iremos viendo en el discurso de nuestra historia.

A juzgar por un breve del mismo Gregorio IX al obispo de Palencia (1236), también parece quiso introducirla en Castilla, y ya hemos visto, fundados en el testimonio del insigne historiador y obispo Lucas de Tuy, hasta dónde arrastró su celo religioso a San Fernando en el castigo de los herejes. En Navarra tuvo ya entrada dos años antes de promediar el siglo XIII, si bien no tuvo todavía una existencia permanente sino en algunas diócesis de Cataluña que confinaban con Francia, en cuyas provincias meridionales funcionaba el tribunal de más antiguo, con formas más estables y con más vigor.

Tal era la situación de España en lo material, en lo religioso, en lo político, en lo industrial y en lo literario a la muerte de Fernando III de Castilla, desde cuya época advertiremos ya diferencias esenciales en la condición social y en la fisonomía de la edad media española.